Con el paso de los años he desarrollado una habilidad
sensual especial. Sí, es una habilidad fisiológica que tiene que ver con los
sentidos
De a poco esta cualidad mía se fue desarrollando, empezó con
sentir en la piel un extraño gusto dulzón, luego olor a azahares y más tarde
una luminosidad rara en el aire. Esto solamente cuando un atardecer
extraordinario esta por ocurrir.
Al principio no lo asociaba, y un día, me inundaron todos, el olor de
azahares, el dulzor y la luz en un atardecer de fuego y azul en un mes de
agosto. Era tal la belleza estática del momento, no corría ni un soplo, los pájaros
detuvieron su vuelo, batieron sus alas con cuidado para posarse en los árboles
y contemplar como yo, extasiados el momento,
En el campo le dicen la hora de la oración, en ese momento comprendí
porqué, es la oración de la naturaleza, la hora sin tiempo, no se sabe si muere
el día o nace la noche, los animales y las plantas con su sensibilidad
incorrupta se detienen en ese momento, glorían a Dios, al infinito, a ese
eterno comenzar y terminar, tan distinto cada día.
Y así, a partir de allí, fui cuidadosa a esa hora, me gusta
frenar, donde este, si en la cuidad, busco el espacio para ver caer el sol tras
la mole de mis cerros azules, si en el campo, el momento de contemplar a solas,
con mi alma en silencio, el silencio.
He visto atardeceres fragantes en invierno, cuando el frio
hace del aire un cristal nítido que lastima las narices, cuando el cielo se
pone verde y sale la primera estrella y mi cuerpo helado no se mueve, con una
veneración atávica hacia lo inconmensurable.
Recuerdo un atardecer particular, en la selva boscosa de mi
tierra, sería terminando la primavera, al lado de un arroyo con poca corriente,
después de un día de calor bochornoso, las sombras de la tarde traían fresco.
Nos detuvimos a la vera del agua suave y cantarina que enfría el alma. De
pronto un silencio de catedral invadió la luz indescriptible, había luz pero no
sol, ni sombras. Los pájaros se callaron, las plantas exhalaron sus perfumes,
en un segundo aspiré la primavera toda, dulce de lapachos, ácida de laureles y
cebiles, con destellos de churquis amarillos. Silencio, invadiendo todo y a continuación,
el desfile callado y majestuoso de las aves silenciosas a beber agua, el aleteo
acompasado, el rumor del agua, ese momento mágico de ruidos y silencio, de
atardecer de monte, lo llevo prendido en la piel del alma, del cuerpo, de la
memoria.
Me gustan los atardeceres en el mar, los extraño, si bien
soy mediterránea, debo llevar algún gen marino, en el mar no hay silencio, las
olas susurran un idioma salado, que al atardecer se convierte en un pentagrama
de cristal y encajes de espuma, en un vaivén de niña presumida, que se arrima y
se aleja, que seduce con un pestañeo blanco de sal y cuando crees que es tuya
se aleja.
También están los atardeceres solitarios y en compañía,
cuando era adolescente, romántica e ingenua, el atardecer me ponía nostálgica
de algún amor no correspondido, la soledad dolía, como todo a esa edad, y
ansiaba la compañía incompresible, la compañía del amante, del compañero, del
príncipe de cuento.
Un día, tuve varios atardeceres acompañada, y esa soledad volvía
a cada paso, no lo entendía, de dónde viene?, porqué si me gustan tanto los atardeceres
no podía soltar esa pena?
Otro día, ya crecida, más vieja, más sabia, sentada en compañía
de mis perros, envuelta en el olor de los azahares, contemplando unas nubes
coralinas y grises, de belleza post moderna, sentí felicidad, la tristeza había
dejado mi cuerpo, mi vida, se iba volando al infinito, ajena a mí, mi propia
compañía me bastaba, al día siguiente conocí a quien hoy es mi marido.