miércoles, 18 de noviembre de 2015

EL DIA DE TODOS LOS MUERTOS


En estos días, por mis tierras, se ha hablado de un ritual importado de otras latitudes, producto a mi entender de la colonización cultural de Hollywood en América latina, y nuestra poca capacidad de filtro para hacer propias cosas ajenas. Me refiero al Halloween, que no sé de qué se trata ni me interesa, si me interesa que acá el 2 de noviembre se celebra el día de los muertos, y para celebrarlo hay costumbres muy antiguas que vienen de la época precolombina y que se han sincretizado, pero ese tema tampoco me interesa tratar acá, quiero hablar de mis muertos.
Quiero hoy recordar y homenajear un grupo de personas que ya no están físicamente pero que aún caminan por las calles de la memoria de mi pueblo.
Mi pueblo es pequeño, en las laderas de los cerros de un amplio valle, se ha quedado detenido en el tiempo, con su vida rural marcando el ritmo.
Frente a la plaza cercada de piedra, estaba la heladería de “don Pepe”, era una habitación austera pintada de rosa, con muebles de fórmica. Paseo obligado, desde que tengo uso de razón, después de la misa del domingo, a tomar un heladito. La especialidad era el helado de mango, no he vuelto a probar un manjar igual, se murió don Pepe y se llevó la receta a su tumba junto con la Heladería y sus helados.
Recuerdo particularmente, los ojos oscuros y amables de don Pepe, de ascendencia árabe, llevó a ese pueblo colonial la delicia de sus helados, tan sencillos y ricos. Había solo cinco gustos, frutilla, limón, vainilla, dulce de leche y mango cuando la temporada lo permitía.
Asocio esa Heladería al recuerdo de mi abuelo y mis padres, ya que el ritual de tomar helado a la salida de misa lo viví primero con él y luego con mis padres y mis sobrinos mayores llegaron a vivirlo. No sé si eran tan ricos como los recuerdos, eran el gusto de estar todos los primos juntos sentados en la pirca de la plaza haciendo competencia  a quien le duraba más el fresco gusto antes de derretirse o engullirlo, era la niñez y la inocencia, la alegría de solo estar ahí, la emoción de un premio, una cosquilla en la panza.
Hoy Don pepe no está, su Heladería se fue, solo queda en mi memoria, quiero decir aquí, ahora, ¡gracias por los dulces y frescos momentos. ¡
En mí recorrido por el pueblo, echo de menos a Paulino, él era puestero de mi abuelo, puestero se dice de quien cuida vacas en el cerro. Era un gaucho de verdad, alto, blancote, de pelo abundante y castaño, con pocos dientes,  pocas palabras y una sonrisa tan indescifrable como la de la Mona Lisa.
Recuerdo largos recorridos a caballo, tras el rastro de alguna vaca arisca perdida en medio del monte, su silencio era atento, en algún momento con la ayuda de sus miles de perros flacos, chiquitos y feos, seguro que las encontraba.
Las pocas veces que Paulino hablaba, todos callábamos, para que eso ocurra se daban ciertas circunstancias especiales, poca gente, un asado rico y que haya corrido mucho vino, éste le soltaba la lengua y para delicia de todos brotaban las historias. Así como si nada la Viuda Negra cobraba vida, se había sentado en las ancas de su caballo una noche de tormenta. El ruido de la caja del diablo, tamborileando para el carnaval, inundaba las noches de verano. El Ucumar (dios de la mitología andina) que andaba por los altos cerros cerca del límite asustaba a los cuatreros. Los cóndores y pumas que se robaban terneros aparecían asustando a los niños, y las ánimas que llamaban de noche a los gauchos en las solitarias vigilias bajo las estrellas nos ponían los pelos de punta…..
Y un día también Paulino se fue, buscando alguna vaca astuda y mala por la senda de la las estrellas, llevando consigo en su lengua muda una millón de historias perdidas. Si la muerte de Paulino dejó un vacío en el pueblo, en la finca, en mi vida, las generaciones que me siguen no lo conocerán, o tal vez un poco por estas líneas, por eso creo que recordar a los muertos no es malo, es bueno, son nuestra memoria, nuestras raíces.
Paulino tenía mujer, más callada que él, Doña Cata, que debe haber sido una belleza gringa de la zona, agriada con los años,hacía los quesos más sabrosos con las leches más magras que las vacas astudas y malas de la finca daban. Sus bollos de grasa en horno de barro y el dulce de membrillo, su recuerdo me aguan la boca en este momento. La cabeza guateada que hacían con Paulino no tenía competencia en km a la redonda. No, no era una mujer amable, pero a la distancia y con los años puedo valorarla en su sencillez y trabajo, era hacendosa, sufrida, rumiaba en silencio sus desventuras, o eso me imagino yo.
Recuerdo con particular devoción un episodio, un sábado llegamos a la finca y Paulino y doña Cata no llegaban, en su casa no estaban y los esperamos en el monturero. En eso llegan los dos, caminando, tímidos, incomodos, y entendimos el motivo al acercarse. Venían con la cabeza rebosante de rulos !!! Les habían hecho la permanente!! Su hijo, un gaucho duro y rudo había decidido hacerse peluquero para ser moderno, y probo en la cabeza de sus padres sus habilidades, en un sinnúmero de rulos duros y brillosos que no se asentaban con nada, que eludían el sombrero y cualquier otro adminiculo para taparlos. La cara de desconcierto, como si llevaran un monumento en sus cabezas, impidió que la risa se escapara de nuestras gargantas y seguimos como si nada, ayudando a pasar desapercibidos los ostentosos rulos indomables.
Otro personaje entrañable de mi vida fue Don Armella, el panadero del pueblo,  llegaba a la finca en una camionetita del año 1930, con sus canastas de pan,  de niños lo esperábamos en la tranquera a las ocho menos cinco en punto para poder subir prendidos a los guardabarros la cuesta hacia la casa de mis abuelos y recibir cada uno de los 11 nietos que en ese entonces estábamos ahí la recompensa de una deliciosa tortilla, que con los años nos enteramos le cobraba a mi abuela religiosamente. Recuerdo el sombrero y la nuca de don Armella, su figura chiquita y esmirriada, acorde con el autito sacado de un cuento, parecía un duende. Y nunca volví a sentir la emoción de subir a una velocidad desenfrenada la cuesta que nos parecía el Everest a los 7 años, a 15 km por hora, se nos volaba el alma, era puro goce.
No puedo seguir escribiendo mas, esta emoción agridulce me ha dejado el alma porosa. Este homenaje recuerdo ha desencadenado muchos sentimientos, no quiero llorar, solo recordarlos con cariño, con alegría, y dejar testimonio de su paso por mi vida, son mis memorias, mis raíces, mis muertos, y por ellos encenderé una vela y diré una oración por sus almas que están en la gloria.