domingo, 18 de octubre de 2015

Cuando un árbol muere, se va un amigo







Cuando un árbol se va……..

Y si, no hay dudas, es una obviedad, cuando un árbol se va queda un espacio vacío…. Y tarda mucho tiempo en llenarse ese lugar de nuevo.
Hace unos días, en el lugar donde vivo por esas cosas de la naturaleza inclemente corrió un viento huracanado con ráfagas de hasta 140 km/ h, que no es habitual en estas regiones.
Ese viento destrozó de un brutal ramalazo un ceibo centenario que crecía en el parque de la casa de mis padres en la finca familiar, el ceibo es un árbol de gran envergadura que florece en primavera con unos racimos rojo furioso, a los que llamamos gallitos por el parecido que con ellos que tienen. El ceibo es l débil, ya que su tronco de madera blanda y esponjosa se pudre fácilmente con la humedad de la temporada de lluvias. Este ejemplar había resistido demasiado.
El ceibo del que hablo, era una presencia viva en nuestra familia, ocupaba su lugar por derecho propio, no lo había plantado la mano del hombre, estaba ahí antes que nosotros llegáramos a su mundo.
Era un punto de referencia, si jugábamos de más chicos era adelante o detrás del ceibo, ya de más grandes nos sentábamos en las tardes de verano bajo su sombra en un banco de plaza que mi madre había puesto allí. Fue testigo mudo de largas conversaciones románticas, políticas, profundas y vanas, familiares.
 Se erguía al fondo del parque, dominando el paisaje con su copa frondosa, llamaba la atención sobremanera que en una de sus ramas había crecido una tuna, si, una tuna que cada año aumentaba sus pencas, era asombroso, ya que las tunas crecen en tierras arenosas y mas cálidas, y estaba allí muy oronda viviendo de la generosidad del ceibo.
Ayer cuando fui a la finca a ver unas cosas, se me cayó el alma al suelo cuando mirando hacia el sur me di con que ya no estaba, él se había partido dolorosamente por la mitad, el viento lo había quebrado, desguazado, hecho trizas, yacía desparramado en pedazotes sobre la ladera de la cañada.
Sentí un profundo dolor, un dolor de muerte, y me despedí de el con lágrimas en los ojos.
El no murió de pie, la tempestad del viento lo volteo, aguantó con nobleza el paso de los años, tenía más de cien, por el diámetro de su tronco, estaba enfermo, la lluvia había penetrado su interior horadándolo, era un gran tronco hueco, se sostenía en realidad a pura voluntad. Nos regaló hasta esta última primavera sus hojas verdes brillosas y unos pocos gallitos.
En estos días de vientos y movimientos por estas tierras, vi en la imagen del árbol caído una metáfora de la vida, el fin de un ciclo. Los vientos tienen esa cosa de catástrofe y de limpieza al final, se llevan con ellos lo que ya ha concluido, las ramas secas, las hojas muertas, las estructuras viejas, nos sacuden, nos ponen en crisis y lo que sobrevive lo hace más fuerte.
Al pie del viejo ceibo el año pasado planté un Palo borracho, un árbol característico de estas tierras, que tiene una flor preciosa como una orquídea, evidentemente ya presentía en mi alma vegetal que la vida de mi amigo iba declinando.
Y ahí está, uno tenía que morir para dar lugar al otro, el Palo borracho es pequeñito, tiene dos hojas, aun el tronco viejo lo protegerá de las heladas para que logre llegar a otra primavera. Es como la memoria y la experiencia de los padres y abuelos están ahí para protegerte aun cuando ya no los veas.
Este es mi homenaje a ese ceibo emblemático y familiar, lo voy a echar mucho de menos, ese paisaje ya nunca será  el mismo, con él se fue una parte de mis vivencias, muchas vidas vividas bajo su sombra, se llevará a la entraña de la tierra murmullos y secretos, palabras de amor y de tristeza.
Cuando menos lo espere me dejará oír en el viento sus hojas charlando, y  en las noches de luna llena volverá en la sombra del recuerdo su silueta negra y fuerte traída por los rayos blancos de la luna y el palpitar de las estrellas……

T.C. Octubre 2015